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Emilio Miró





DIOS Y MUERTE EN LA POESÍA DE LUIS LÓPEZ ÁLVAREZ



     En la cincuentena –nacido en 1930- se encuentra el poeta leonés Luis López Álvarez, autor de varios libros de poemas, el primero de los cuales, Arribar sosegado, se publicó en 1952. Una reciente antología, Cómputo 1952-1982, incluye siete títulos publicados y dos inéditos. Entre los primeros destacan el libro de sonetos Las querencias (1969); la nueva épica, el nuevo-viejo romancero de Los comuneros (1972), sin duda alguna la más conocida – y popular en su tierra castellano-leonesa – de sus obras; y Cárcava (1974) y Tránsito (1979), con los que se abre y continúa, respectivamente, “un auténtico ciclo poético”, en palabras del prologuista de Cómputo Gustavo Luis Carrera. El primero de los inéditos, Pálpito, completa a los dos anteriores, a esa “triada ascética de la palabra”, “un tríptico vinculante”. Memorial de Trinidad, segundo texto inédito y final de Cómputo, ensancha la geografía poética de Luis López Álvarez. A la Castilla de Las querencias (en su apartado “Tierra”) y , sobre todo, de Los comuneros; a las tierras y ciudades europeas presentes en su segundo poemario, Víspera en Europa (1957), que suponía su encuentro con en el continente, con la emigración, con su propia instalación y supervivencia en París, y Rumor de Praga (1971), cuarto de sus títulos, que canta a una de las ciudades más hermosas de Europa, con sus plazas y jardines, sus hombres y sus mujeres, uno de sus más altos poetas, Vladimir Holan, y la irrupción brutal de la historia con los tanques ajenos y las víctimas propias. Luis López Álvarez configuraba en este texto, fundidos lo individual y lo colectivo, y a partir de un territorio concreto y único, un espacio universal, simbolizado, además, por una presencia física, pero incorpórea, casi inaprensible, porque no es un sonido, unos sonidos determinados, sino la suma de todos y su disolución en una nueva y esencial realidad: el rumor, lo que sólo sabe y puede captar y expresar el arte, la poesía.


     Casi al mismo tiempo que la antología Cómputo edita Luis López Álvarez un nuevo poemario, Elegíaca, (*) no incluido, ni siquiera mencionado, en el volumen antológico. Dividido en tres partes, y con una extensión total que no llega a las cuarenta páginas, Elegíaca es la crónica de una muerte, y de una muerte tan próxima y desgarradora como la de la propia esposa del poeta. Ya la dedicatoria del libro –“A Olga, nuestra hija” – nos introduce en su ámbito amoroso y familiar. A continuación, la primera parte está encabezada por un texto muy citado (a veces mal) de Rilke:”No somos más que la cáscara o la hoja,/ pero el fruto que se halla en el centro de todo/ es la gran muerte que cada cual lleva en su seno”. Otras dos citas, de Jorge Manrique y Jalil Yibrán, respectivamente, presiden las partes segunda y tercera: “que aunque la vida perdió,/ dejónos harto consuelo/ su memoria” y “quisierais conocer el secreto de la muerte./ Mas ¿cómo conocerlo sino buscándolo/ en el corazón de la vida?”


     Si la solapa del volumen nos informa de que el asunto de Elegíaca es la muerte de la esposa del poeta, ocurrida en París en 1982, el texto elude en todo momento no ya el nombre propio, sino incluso las palabras “esposa” o “mujer”. Sin embargo, la relación afectiva, estrecha y hondísima, resulta evidente, como fácil la deducción de que la coprotagonista de la elegía es la mujer – como podía serla compañera o amante – de su autor. Este utiliza la segunda persona, frecuente en la meditación lírica (recordemos a Luis Cernuda) como una forma de desdoblamiento del yo, de diálogo con sí mismo dentro de la evocación meditativa: “…mientras tú te quedabas/ sobrecogido/ en un silencio de presagio/…Y así su muerte/ te alcanzó,/ impacto oscuro/ en línea de flotación/ que te dejó desarbolado,/ vencido de estribor,/errando por las mares,/ recubierto de grajos./ Desde entonces/ caminas y / es como un regreso,/ regresas y / no encuentras / lo que dejaras,/…te quedas en silencio y/ el silencio se puebla de su rumor…”. Traza esta primera parte el desgarrón de la pérdida, el desvalimiento del superviviente, ya “para siempre maltrecho”, cuando “el primero en caer/ destroza en su derrumbe/ ramas del otro/…”.Es el tiempo de la amputación, del vacío y la oquedad, al destruirse la ligazón de los dos.


     Esta exaltación de la pareja, de su unión firmísimo, -sólo rota por la muerte- , prosigue en la segunda parte, en donde el poeta hace una declaración fundamental: “Que su muerte ha sido/ vuestra primera muerte,/ o la primera parte/ de vuestra muerte única”. Aquí se halla a nuestro parecer, el centro irradiador de esta “meditatio mortis”, que es también un inventario de amor, de un amor que ha de ser el depositario de todo lo vivido y compartido, y tiene que vencer al olvido porque ya es una única memoria. A partir de aquí, en el final de esta segunda parte, el amante que sufre da paso al hombre que empieza a meditar sobre el hecho ineluctable de morir, a preguntarse sobre el sentido y el valor de todo lo que alienta, lo que vibra y relumbra, si todo “acabará extinguiéndose,/…si todo se resuelve/ en fugaz llamarada/ que torna la oscuridad / tanto más oscura/ cuanto más vivo/ fue su resplandor”. Y así para al tercer y último tiempo de Elegíaca, todo él un asedio, una indagación del secreto de la muerte. Y haciendo suyas las palabras de Rilke, Luis López Álvarez la encuentra dentro de sí mismo, creciéndole, acompañándole siempre. Así afirmará: “vivir/ es convivir con muerte/ y a la muerte avenirse”, “es la otra dimensión de la vida”.


     Si Jorge Manrique iba del sermón funerario a la elegía personal, el autor de Elegíaca hace lo contrario: lo individual da paso a lo universal, la muerte concreta y el dolor personal terminan diluyéndose en una inquisición de lo que Manuel Machado llamó “ars moriendi”, es una serena aceptación de la ley universal del vivir y el morir, de “breve tramo de luz/ entre sombra / y muerte” que es la existencia. La elegía personal se inserta en el territorio mucho más vasto de la poesía metafísica. Que López Álvarez formula con un lenguaje sobrio, casi desnudo, con una imaginería nada ostentosa, siempre eficaz y transparente, con una estructura de relato evocador, de remembranza, que desemboca, finalmente, en discurso reflexivo. Y todo ello en un verso cortado, fragmentado, que se resuelven una versificación de arte menor, con abundancia de metros cortos, sobre todo de heptasílabos, pero también de pentasílabos y otros. Y con una aproximación querida a la prosa, a una expresión directa, de fácil comunicación en la que nunca, sin embargo, se pierde la fluidez de un ritmo poético que encauza, ordena y sustenta al texto todo. Una vez más, un asunto tópico convertido en palabra personal e intransferible. La de un poeta en busca, cada vez más evidente, de una esencialidad expresiva.



EMILIO MIRÓ
“Ínsula”, Nº 469, Madrid , 1986.


(*) Adonais, nº425, Madrid, Rialp, 1985.


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