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Luis Jiménez Martos





RAÍZ Y DISTANCIA



     En mi trabajo, “Una década de poesía española” (“Cuenta y Razón”, nº19) incluí a Luis López Álvarez entre quienes, por causas más o menos forzosas, abandonaron España para ser, preferentemente profesores o funcionarios. Nacido en La Barosa (León). Luis López Álvarez estuvo en la Radiodifusión- Televisión Francesa en París, Brazzaville (donde fundó el Instituto de Estudios Congoleños) y de nuevo en Paris, entre 1953 y 1968, y, a partir de entonces, pasaría a depender de la UNESCO, en la que ha ido desempeñando diferentes misiones localizadas en París, La Habana y Caracas. Este extenso currículum de viajes y quehaceres proyecta de por sí una imagen internacional que, según mis noticias, pronto ha de mudarse por la del retornado tras un éxodo interrumpido por breves estancias entre nosotros.


     En sus libros, recogidos en la antología, Cómputo (1952-1982) (1), se trasluce una suerte de expectación vivida desde las raíces. Ya en Arribar sosegado, su primer poemario, serenamente sitúa su soledosa aguardanza en “el lugar en que existen las voces de los muertos/ unidas a una extraña vocación de distancia”. Confiesa, de una parte, “voy marcado de amor por la llanura” y, de otra, “espero del futuro y espero del pasado”.


     Conviene retener la nota del arraigamiento y la que emplaza a un después, ya que irían a constituir las alternativas de la actitud del autor: su entorno de origen y el que, de forma sucesiva, ha de rodearle. El libro que sigue, Víspera en Europa, (1957), arranca de un “amargo es el destierro, / sobre todo si nunca conocimos la patria”. Se ha producido la circunstancia del exilio, y L. L. A. se atiene a ella: “Mi marcha es un esfuerzo por no olvidar mi origen”. El ritmo versal alargado, por lo común, a través del alejandrino blanco, contribuye a la sensación de porosa melancolía. Hay enfoque íntimo que da juego a presencias narrativas y descriptivas, y a un desasosiego caminante y punzador: “¿De qué sirve morir de una forma o de otra/ si luego no podemos recordar cómo ha sido?”. Sale al paso la obsesión de que todo se encuentra situado, de que nada flote.


     En 1969, L.L.A, publica Las querencias. Este término castellanísimo y tan inseparable de la órbita de Tauro, da nombre al impulso que lleva a una identificación absoluta con lo natal. Al escoger el soneto, cuando en la poesía española lo que abunda por entonces, poco menos que en exclusiva, es el versolibrismo y las tentaciones de ruptura, L.L.A. aporta algo insólito. En la ambivalencia tierra-hombre se introduce un signo metafórico familiar en la lírica de Miguel Hernández y de clásicos anteriores, y me refiero al toro-corazón que se crece con el castigo. Crujen los endecasílabos, se clavan, concretan un ansia muy visible de fijar las cosas, y los sentimientos, contrarrestando así la dispersión.


     La querencia salva del deambular en lo extraño. La onda neomodernista, traía el gusto por desprenderse de las connotaciones nacionales de la posguerra. A la contra, este leonés, que vive fuera de España, se deja impresionar por la atmósfera de Castilla y por la expresión rigurosamente clásica. Desafía a la moda. Hace versos como rejones desde “la meseta del mester y la mesnada”. Parece un poeta del 98, pero está libre del mimetismo, entre otras cosas por su preocupación lingüística renovadora, que suele apoyar en el recurso de afortunadas aliteraciones: a la búsqueda de “la breña y de la braña”, entre “corridos, corredores y cotarros” o “alfajares, aljibes y almijares”, etcétera, sin olvidar lo que resume su estadía congoleña: “cóncavo cuenco de la cuenca conga”. Tal insistir en el procedimiento de hacer que los sonidos de las palabras se encadenen (no le importa que pueda resultarnos incluso abusivo) obedece, entiendo yo, a una razón psicológica: la de arracimar, relacionándolo fónicamente, aquello que tiene sitio en los ojos y en el alma, de manera que lo retórico, como debe ser, sirva a las emociones. L.L.A. embrida, con voluntad enteriza y esfuerzo palpable, el orbe de la raíz.


     El vaivén entre éste y el itinerante, entre lo que agarra y lo que lleva a diversos periplos, volverá a ser probado en (Rumor de Praga) (1971). En el trozo del primero de estos poemarios que aquí consta, es advertible la intención de sintetizar un climax, mediante el uso de enumeraciones y el entrecruce de pasado y presente. Resulta vivo lo que el poeta nos transmite, y la imaginería no se despega de la contemplación directa. Y algo más significativo: cunde una dinámica de palabra-verso y, en general, un sobrio y castigado proceder, ahora sin ceñirse a fórmulas consagradas. Este modo ahorrativo del decir ya alentó en ocasiones anteriores, pero, en este caso, y en otros que sobrevendrán, se percibe un empeño experimentalista aunque sin salirse de un tono equilibrado. Lo que interesa a L.L.A. es el ritmo antes que la aproximación a lo que, vagamente, llamamos vanguardia: el pulso antes que la sorpresa verbal.


     Pocos episodios de nuestra historia ayuntan raíz y la aventura como el que L.L.A. evoca en Los comuneros (1972), uno de los libros que con razón pueden ser considerados populares al sobrepasar, con sus cinco ediciones, los límites tan normalmente minoritarios. Escrito en romance, relata, en tono juglaresco, aquel episodio que tuvo por protagonistas, hace cuatro siglos, a Padilla, Bravo y Maldonado. Es una reconstrucción pormenorizada, una épica popular con uso frecuente de la rima aguda, una llamada a lo que representaron esos hechos en un instante decisivo, que prendería hoy a través de la mítica de Villalar acompañada cada año de canciones, promovedora una actitud castiza como la de quienes se enfrentaron al poder de Carlos emperador. Es insólito que la poesía suscite algo más que poesía y éste es el caso. El símbolo de una lucha fue removido por L.L.A. al recordar sus incidencias objetivamente e imprimirle con aroma de tiempo. Porque Los comuneros parece un poema anónimo que hubiese sido hallado ahora mismo.


     A partir de esta aportación desusada, L.L.A. recobra el hilo que entreveíamos en Rumor de Praga; esto es, la contextura libre, el empaste absoluto que convierte cada poema en un bloque donde la fluidez es una ley, así como los contenidos universales. CárcavaTránsito (1979) y Pálpito (aún inédito) componen una trilogía en la que lo amoroso y reflexivo se comparten la materia lírica. El afán por darle valor al lenguaje, y construirlo como quien lo tallara, origina golpes súbitos de los quiebros, anhilaciones, hallazgos verbales., Queda abolido el soporte anecdótico, y esas dos tendencias antes alternadas viven a fundirse en la unidad de la persona y sus asuntos: memoria de la niñez, comezones en vilo del hombre, por medio de imágenes que se acumulan o espacian. En Arribar sosegado puede leerse: “Yo siento que en mis venas fructifica el asombro / de mis antepasados/ penetrando en las selvas de la América intacta”. Pues bien: Memorial de Trinidad, otro de los textos que corresponden a libros no editados, es testimonio de que L.L.A., muchos años después, da su respuesta a ese acicate. Y ello nos permite constatar que el poeta, desnuda su expresión hasta el límite, la elementaliza sin eludir a veces lo prosaico, aunque ni el tono ni la forma rompan la entidad mirificada y sustancialmente narrativa. L.L.A. arriesga no poco en este envite es justo decirlo, llega al fin de un procedimiento cuyo resultado es un ascetismo rotundo, de nuevo a la contra, pues hoy, por desgracia, la costumbre consiste en amontonar los vocablos, en preferir la atmósfera difusa y ambigua. (1974),


     En este estilo, donde asoman los huesos del ser y del lenguaje, transcurre Elegíaca. La esposa muerta es el motivo. Y para evocarla y ahondar en el misterio de la muerte, el poeta renuncia, con radicalización, sin vacilaciones, a cuanto no sea directísima y emocionada naturalidad en el trance de hacernos partícipes del más doloroso de los vacíos, que aquí se sitúa al borde en el que empieza la esperanza en el trasmundo. Es un réquiem inhabitual, podado de cualquier desborde.


     El cómputo de la obra poética de Luis López Álvarez totaliza treinta y tres años. En sus giros se ha mantenido una coherencia indiscutible a través de esa tensión entre raíz y distancia que he tratado de seguir y analizar. Tierra propia y universo, cauces del soneto y el romance, por un lado; y del hacer contemporáneo por otro, diversifican la andadura; pero, en ambas direcciones, el autor posee un toque propio, una cosmovisión identificable. Las querencias, Cárcava y Elegíaca categorizar, a mi entender, los tramos principales de este poeta castellano debatiéndose, sin espectacularismos retóricos, entre los ancestros y la lejanía. “De tránsito eres y en tránsito/ te habrás de convertir,/ pastor de trashumancias, / jinete de fronteras,/ adelantado de istmos…”. Esta es la clave vital de un poeta leonés que tiene próxima la hora de reintegrarse a su solar. Él testifica la realidad repetida del exilio voluntario y cómo unir lo que la tierra separa.



LUIS JIMÉNEZ MARTOS
“Cuenta y Razón”, nº 24, Madrid, septiembre de 1986.


(1) Luis López Álvarez: Cómputo (1952-1982).
       Selecciones de Poesía Española. Plaza-Janés, Barcelona, 1985.



(2) Luis López Álvarez: Elegíaca. Rialp. Adonais nº 426. Madrid, 1985.


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